(C. de la Casa y J.A. Martín de Marco. Medinaceli: historia, nobleza, Iglesia. Soria 2017)
De los conventos que tuvo la villa de Medinaceli, el único que se mantiene aún física y espiritualmente es el de Santa Isabel. Conjunto hermano en orden y tiempo de construcción del de San Francisco. Sobre él apenas existen estudios, y los documentos que existen son fundamentalmente de rentas y contabilidad, sin olvidar los libros de profesiones y tomas de hábito. Se carece de una adecuada documentación de carácter histórico y arquitectónico.
La fundación se debe a la duquesa de Medinaceli María de Silva, al igual que el convento masculino de San Francisco. El 4 de julio de 1517 el señor de Sotillo y Moracha, Gil de Andrade y su esposa Juana de Castilla, vendieron a los duques de Medinaceli dos casas junto a la iglesia de San Martín, y que ambos inmuebles fueron donados por el Duque a la Duquesa, la citada María de Silva.
Esta dama de la nobleza profesaba una ferviente devoción a San Francisco, por ello se dirigió al padre fray Diego de Cisneros, provincial de la Provincia de Castilla, ofreciendo estos edificios para que se construyese un convento femenino. Este sería autorizado y el vicario capitular del obispado seguntino concedió la licencia para que se procediese a establecer el monasterio de Santa Clara, incorporando a este el templo de San Martín.
Para esta fundación llegaron cuatro religiosas. Se abría un nuevo centro religioso que permitiría a las hijas de la nobleza tener un lugar a donde retirarse, y además dignificaba tanto a la villa como a la casa ducal que acogía bajo su patrocinio un nuevo convento. Doña María de Silva realizó una serie de aportaciones, que posteriormente asumirían sus sucesores. Comenzó financiando las obras del coro, para después establecer una renta anual de 20.000 maravedíes, más 20 fanegas de sal y trescientas cabezas de ganado lanar.
A mediados del siglo XVI se produjo un incendio que provocó la desaparición del coro y del archivo, siendo rehabilitados de nuevo bajo los auspicios económicos de su fundadora. La Comunidad de clarisas tuvo a lo largo de los primeros años de su historia diferentes enfrentamientos con el cabildo de la colegial, producidos fundamentalmente por los estipendios de enterramientos de los difuntos que se inhumaban en el nuevo convento. El problema quedó resuelto mediante un acuerdo, en mayo de 1569, entre el abad del cabildo y la madre abadesa. Se estableció que los únicos enterramientos que se realizarían en el convento serían el de los duques o familiares. Posteriormente el Pontífice Sixto IV concedió una Bula por la que se autorizaba al convento de las madres clarisas a sepultar en su iglesia a quien estimasen, sin autorización del citado cabildo.
El convento contaba en 1587 con 25 religiosas, descendiendo a 19 en 1591. La centuria del XVII de grave crisis económica en España y especialmente en estas tierras, produce un efecto negativo en la comunidad a nivel económico, como muestran sus libros de cuentas. A finales de siglo la recuperación marca sus primeros síntomas positivos, como se podrá ver en el XVIII gracias al Catastro del Marqués de la Ensenada. Tenía diecinueve religiosas de velo negro, tres novicias de velo blanco y una criada. Poseía una serie de tierras, especialmente de sembradura de secano, y contaba con una aportación de la casa Ducal de importancia económica alta.
A mediados de este siglo el convento volvió a tener un nuevo incendio en la iglesia, que prácticamente se incineró en su totalidad, con la excepción de una capilla gótica. Las monjas hacían la vida prácticamente en sus celdas, que poseían incluso cocina en su interior.
Con la invasión francesa las monjas tuvieron que dejar el convento en noviembre de 1808 e iniciar una vida errante, acogidas por vecinos de loa pueblos cercanos y algunos familiares, y hasta 1814 no se regularizó su situación. El convento fue expoliado de los objetos de altar más valiosos.
Se desconoce cómo afectó la desamortización de Mendizábal a las clarisas, que debió ser como al resto de conventos, y una prueba es el lote de dos fincas de su propiedad en Ures, que fueron adquiridas por José Miranda y Tomás Aguado. El ataque contra el clero se hizo sentir hasta el punto de que en 1850 el monasterio contaba tan solo con ocho religiosas sexagenarias, y la petición a Isabel II de que autorizase la llegada de nuevas novicias. La súplica debió aceptarse, y en 1855 había 12 profesas, 4 novicias y 3 colegialas. Continuaron solicitando ayudas a la casa ducal y a la real, y obtuvieron 9000 reales con los que se costeó el nuevo órgano realizado por el organero de la catedral de Sigüenza, Manuel Cisneros.
A finales de siglo se habilitaron unas aulas para educar gratuitamente a niñas pequeñas. El primer cuarto del siglo XX continuó con la formación de infantas y varias visitas de los monseñores correspondientes, hasta que en 1925 recibieron la orden de cerrar el colegio.
En 1928 sustituyeron el color del hábito dotándose de normas que llevaron a fortalecer su vida en clausura, y en 1929 recibieron autorización para vender ciertas fincas. La llegada de la Segunda República no alteró la paz y tranquilidad, y al declararse la guerra se trasladaron a las dependencias adjuntas con el fin de dejar libre el convento que se convertiría en cuartel de los miembros del ejército italiano.
En la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI, la comunidad ha tenido diferentes altibajos, similar al resto de comunidades, notándose la disminución de vocaciones femeninas, y la alta edad de las religiosas conventuales. El mantenimiento del edificio cuenta con la colaboración del Ayuntamiento, y actualmente subsisten gracias a la venta de dulces de reconocida calidad. Están adscritas en su vida religiosa al Convento madre de Soria, y cuentan en estos momentos con 10 religiosas.